miércoles, 22 de abril de 2015

No me culpes de una conducta depresiva. Yo no la elegí.

Respiré con la boca abierta al tiempo que exhalaba el espíritu.
Cuando abrí los ojos, mi alma se había desvanecido.



Seguro que aún eres la cabrona más guapa, triste y sonriente del bar.

No pretendo escribir poesía ni una bella narración; sino un breve relato de una realidad personal.
A estas alturas lo único que ronda mi cabeza quizás sea lo inexorable del tiempo. Lo absurdo que resuelta que la vida física y material tenga un final.
Que ésto, que no es nada y lo tomamos por todo, sea la antesala de la verdadera Vida, o sea, que sea un sitio de paso.
Un sitio de paso que tú no controlas. Que tú no decides. Que tú a veces no puedes cambiar. 
Una especie de estación en la que te cruzas con todo tipo de personas, todo tipo de decisiones, todo tipo de circunstancias, todo tipo de acontecimientos...
Mejores, peores, buenos, malos, funestos, extraordinarios...
Al fin y al cabo, irremediables. ¿Y para qué? ¿Para qué tanto? ¿No sería más fácil que la vida viniera ya determinada? ¿Total y absolutamente coordinada, planificada, establecida...?
¿Que cierto tipo de decisiones no tuviesen que ser tomadas?

Puede ser que en el fondo ésta sea una egoísta forma de evitar el dolor, los equívocos, el olvido... La condición humana condena al Hombre a desechar y a temer al dolor, tanto físico como espiritual. Los hombres pasamos nuestra existencia rehuyéndolo, porque nos creemos que es imposible encontrar felicidad en él; que sólo un loco o un masoca vería o sentiría placer en el dolor...
No digo que el dolor sea bello ni placentero, pero puede que necesario.
Su existencia nos centra en la infinidad de alternativas que plantea la vida.